Carta a Elena

 

Querida Elena: 

¿O debería haber dicho querida ex–mujer, o antigua compañera mía, o mi añorada Elena, o simplemente: hola, Elena? 

Imagino que cuando esta carta llegue a tus manos (que estoy seguro que llegará, pues confío plenamente en la persistencia de Sebastián) ya habrán pasado muchas cosas, aparte de mi muerte. Se habrán removido algunas aguas que a lo mejor no convenía que se removieran, se habrán reactivado emociones y recuerdos que creíais olvidados, e incluso, quizás, se habrán desencadenado acciones y reacciones no previstas por mí al escribirlas; en resumen, que habré vuelto a incidir en vuestras vidas, aunque no era esa mi intención, sino tan solo compartir con vosotros mi versión, mis sentimientos, mis recuerdos.

Estamos ahora, en este momento, tú y yo solos, como al principio, como cuando nos conocimos y tú querías estar siempre a solas conmigo. Todo el mundo te sobraba. Por favor, Marchi (entonces a veces me llamabas así, poniendo morritos, y a mí me encantaba), vámonos los dos solos a la Alamedilla; cuando me llevas con tu pandilla me aburro, en cambio cuando estoy a solas contigo estoy en la gloria. No necesitamos a nadie más —insistías poniéndote melosa—. ¿Es que no te gusto? Y nos íbamos los dos solos y hablábamos; hablamos tanto que agotamos las palabras. Sobre todo tú, Elenita, que no parabas. Me contabas los planes que tenías, la de cosas que ibas a hacer, ¿recuerdas? Un día ibas a poner una guardería: te encantaban los niños; otro día me decías que serías policía, sí, no te rías, policía secreta como una que habías visto en no sé qué película. Otro día serías artista de cine; te habían dicho que te parecías a Ava Gardner de joven y eso había activado tu ego y tu fantasía. Yo me reía y te dejaba seguir, me encantaba escucharte, siempre has sido muy ocurrente. Creo que me hablabas tanto para que no me acordara de mi pandilla, de mi mundo. ¿Vamos a la Calleja a tomar unos vinos?, nos estarán esperando, te sugería yo, y tú decías que no, que estaba anocheciendo y era cuando mejor se estaba allí, en el parque, a oscuras, y te pegabas más a mí reclamando mi abrazo y mis mimos. ¿Ya no te gusto, o qué?, musitabas acurrucándote como una gatita. Además, mira la de parejas que hay por aquí a estas horas, ¿lo ves?, ellos no necesitan a los amigos; y nos besábamos, nos besábamos continuamente y nos acariciábamos hasta donde permitía la luz del lugar y la moral del momento. Y sí que me gustabas, me gustabas con locura y me encanta recordar aquello. Tú irrumpiste en mi vida como un ciclón, lo cambiaste todo, lo pusiste todo patas arriba: mis planes con Flora, los planes de mis padres, la relación con mis amigos, mi modo de vida en Salamanca, todo. Una mocosa de 17 años revolucionó mi vida para siempre. Me volviste loco, pero yo aún no sabía lo que era amar. Eso vino después. ¿Cuándo?; no lo sé exactamente, pero fue después, bastante después. Ya estábamos casados, ya teníamos los niños, ya nos teníamos muy vistos, pero en un determinado momento me di cuenta de que te quería con locura, de que había descubierto lo que de verdad es el amor, y a partir de entonces fui yo el que quería estar a solas contigo continuamente. ¿Llamamos a los Silva o a los Rupérez para salir a cenar?, me preguntabas, y yo te decía que no, que mejor nos íbamos los dos solos a tomar algo y luego a bailar, a un sitio íntimo, oscuro, donde pudiéramos besarnos y meternos mano como dos jovenzuelos apasionados, y tú te reías y te dejabas convencer. Me volví obsesivo, ¿recuerdas?, Todo me parecía poco y empezó a molestarme estar con otras parejas de amigos, porque yo quería siempre estar a solas contigo. A lo mejor ya no lo recuerdas, pero a mí sí que se me quedó aquello grabado, porque fueron los años más felices de mi vida. Pero aquel enamoramiento casi enfermizo no duró indefinidamente; nada lo hace. O bien me faltó continuidad o se me acabó el combustible. Me di cuenta de que tú querías más o, mejor dicho, tú querías otra cosa, no lo sé muy bien, pero lo noté. Empecé a percibir que tú esperabas otra cosa de mí. ¿Qué cosa?, no lo sé, nunca lo supe, pues nunca lo dijiste; será que esas cosas no se pueden decir, hay que intuirlas, adivinarlas, y aquellos que lo consiguen son los que pueden traspasar las barreras del tiempo y ser felices hasta el final de sus días. Nosotros no lo conseguimos. Yo notaba que nos movíamos en ondas diferentes, ondas que a veces coincidían y producían instantes de brillo, de esplendor, pero que en otras ocasiones chocaban y producían serias alteraciones a su alrededor. Hubo algo que no llegué a comentar contigo nunca, pero debería haberlo hecho. Entonces yo no sabía hablar de muchas cosas, y ahora, cuando he aprendido a hacerlo, no tengo con quién. Verás, a los hombres nos gusta ser admirados por las mujeres, o al menos por una mujer, la nuestra; nos gusta sentirnos importantes, diferentes, únicos, y yo no sentí nunca eso contigo y eso me desconcertaba, me desmoralizaba. Es como si tú te arreglaras mucho para una fiesta y al acabar de hacerlo me preguntaras ¿cómo estoy?, y yo respondiera: No estás mal. Eso me parecía que pensabas de mí: no estás mal, solo eso. En cambio, empecé a ver que sí admirabas a otros, a personajes que a mí me parecían insignificantes, diminutos, irrelevantes, y yo veía que se te iluminaban los ojos y después me hablabas de ellos como con veneración: ¿Has visto lo que ha dicho fulanito...?, ¿te has enterado del ascenso que le han dado a menganito en su empresa...? Recuerdo, por ejemplo, una noche en Marbella. Estábamos invitados a una de esas estúpidas fiestas que organizan allí continuamente y a las que tanto te gustaba asistir. Fue en en el Nikki Beach, y Ricardo nos presentó a un conocido suyo, un italiano muy elegante. ¿Recuerdas? Se llamaba Paolo Gentile, un fantasmón, claro que lo recuerdas, fue el que luego nos vendió el chalet; pues bien, desde el principio me pareció que te había deslumbrado con su aire de play boy de revista, de macarrilla italiano rebosante de gomina. «¡Bellllisima!, ¡Bellllisima! ¡Mi bella signora! ¡Mia cara, carissima!», decía continuamente el tal Paolo sin quitarte los ojos de encima. No me parecía raro que él te admirara, tú eras la mujer más deslumbrante de aquella fiesta; lo que no me parecía normal era que tú te derritieras ante aquella mezcla de Rodolfo Valentino y de Andy García en El Padrino y que luego en el coche, de vuelta a casa, no pararas de ensalzar sus supuestas cualidades: «Es un águila para los negocios, me lo ha dicho Ricardo, y ¡qué clase tiene!, no hay más que verle. ¿Sabes que me ha dicho que nos puede conseguir un chalet en Puente Romano a precio de ganga? La que no da la talla es su mujer, ¿te has fijado en ella? Es mona, sí, pero totalmente insulsa, y además un poco ordinaria. Y dicen que ha sido mis en Italia. ¡Va¡, no creo». La admiración siempre se detenía en el hombre, jamás alcanzaba a su pareja. 

¿Eso que yo sentía es lo que llaman celos? Puede ser. A veces yo sentía que de la admiración pasabas a otra cosa: al deslumbramiento, a una especie de enamoramiento adolescente con esos otros, y entonces algo terrible e incontrolable se removía en mi interior y me trasformaba, y me llevaba a montar escenas y discusiones ridículas. Lo reconozco. Tengo que confesarte algo: le conté todo esto a la doctora (no te preocupes, ella es una profesional y jamás revelará nada de aquellas sesiones) y ella me diagnosticó que todo eso no era más que un déficit de autoestima. Ellos hablan así. ¡Imagínate! Yo, que he sido el tipo más creído del mundo, resulta que tenía déficit de autoestima y necesitaba que mi mujercita me estuviera diciendo todo el santo día y toda la noche que yo era el mejor en todo. ¡Para haberla despedido inmediatamente! Deberíamos haber hecho aquellas sesiones juntos, hubiera sido muy divertido. Quizá fuera por lo del déficit de autoestima por lo que tomé tan a mal lo que me hicisteis cuando la niña quedó embarazada y tomasteis la decisión de que abortara sin consultarme. Desde luego no me sentí muy importante y valorado en mi casa en aquellos tiempos. 

Te voy a contar algo que no te dije entonces, cuando explotó la bomba atómica, cuando cayó sobre la tierra el meteorito aquel que produjo un cambio climático en nuestras vidas. No sé por qué no te lo dije aquel día, sí, el día que me echaste de casa; seguramente porque me quedé bloqueado, abrumado, sin reacción; tampoco sé si hubiera servido para algo, seguramente no me hubieras creído, por eso te lo digo ahora, cuando ya no serviría de nada mentir, cuando ya todo se ha acabado, ahora te lo puedo contar. Acababas de volver de Marbella y yo aún no te había visto. Al llegar a casa del trabajo me dijo Fuensanta que me esperabas en el salón, que querías hablar conmigo. Rechazaste el beso que fui a darte, cerraste la puerta, ordenaste que me sentara y empezaste a hablar: Marcial, he tenido conocimiento que... Comenzaste muy entera, muy digna, dominando todas tus palabras y todos tus actos, pero a medida que ibas avanzando se iba desmoronando tu entereza y la ira y el rencor lo iban dominando todo. Intenté tomar la palabra, decir algo, contártelo, defenderme..., pero fue inútil; mi suerte estaba echada. Alea iacta est. Tan solo había sido convocado para escuchar la sentencia. Sin apelación, sin descargos, sin perdón... 

Lo que quería haberte dicho aquella noche y no pude, es que acababa de cortar con Alba; me había dolido muchísimo, pero lo había hecho. Ella no me había dado ningún motivo, pero yo quería volver contigo o, mejor dicho, quería volver a aquello que había existido entre nosotros, volver a aquel momento idílico en el paraíso, como si se pudiera volver atrás, como si los ríos pudieran regresar a sus manantiales o las estrellas desandar su camino. Alba había saciado mi deseo de autoestima, me adoraba y lo demostraba continuamente, pero ello no fue suficiente para llenarme, para retenerme a su lado. A mí solo me habías llenado tú, Elena, y algo dentro de mí me ordenaba volver a ti y esa noche debía confesártelo todo y pedir tu perdón. Durante días había preparado cuidadosamente mis palabras, mis excusas, mis justificaciones; incluso había preparado un viaje para los dos a la Bretaña Francesa. Pero el destino tenía otros planes para mí: por eso me ahogué, por haber perdido el último bote salvavidas de aquel barco que se hundía. 

Y lo de después ya no fue vida, o fue un nivel de vida diferente, casi vegetal, una infravida. Lo acepto, yo me lo busqué y ya no se puede dar marcha atrás. Te agradezco todo lo que me diste; mejor dicho, todo lo que supe coger de lo que me diste. A tu lado he tenido momentos de increíble felicidad.

Te deseo que puedas encontrar aquello que llevas tanto tiempo buscando y que yo no supe adivinar qué era.

Y ahora no voy a despedirme sin decirte, Elena, que te he querido con locura, y que de un modo más íntimo, más desgarrado, más atormentado, sigo queriéndote cuando escribo estas últimas líneas, y deseo que lo sepas. 

Un beso, de quien fue tu novio, tu amante y tu esposo. 

Marcial