Cuentan los historiadores que los españoles tenían fama en el pasado de ser orgullosos, arrogantes, fieros defensores de su tierra, de su cultura, de su lengua, de sus costumbres, de sus símbolos... Eso cuentan.
Ayer se reprodujo un episodio que por desgracia viene repitiéndose en los últimos años como si fuera una nueva romería primaveral. Miles de catalanes envueltos en esteladas afluyeron a Madrid con la excusa de un evento deportivo y a llegar el momento elegido procedieron a insultar y vejar de modo masivo a los símbolos nacionales de los anfitriones. En este caso además fueron acompañados en los silbidos por aficionados del otro equipo, vascos. Ni las normas de la buena educación, ni la reiterada hospitalidad del Atlético de Madrid que cedió su histórico campo en el último partido de su dilatada existencia, atenuaron el ánimo provocador e insultante de los forasteros, que aprovecharon el acto para su enésima demostración de falta de respeto y educación. El citado club madrileño que cedió sus instalaciones lleva en su escudo ‘’el oso y el madroño’’, símbolo de una ciudad que fue y sigue siendo capital de España, que fue asimismo capital y centro neurálgico de Castilla y que es paradigma de la apertura y de la tolerancia. Pero todo tiene un límite; ningún país europeo soportaría impasiblemente esas agresiones a sus símbolos y representantes nacionales, ninguno; ellos (los agresores) tampoco soportarían que una avalancha de castellanos o de cualquier otro sitio se aposentara en el centro de Barcelona para insultar y vejar sus símbolos.
¿Por qué sucede esto? ¿Por qué se consiente? La respuesta fácil sería echar toda la culpa al gobierno pusilánime y débil que tenemos, pero eso, como digo, sería un recurso fácil; el problema es más profundo. Nuestra historia ha conocido episodios en los cuales los españoles, huérfanos de liderazgo de sus gobernantes, e incluso traicionados por ellos, han dado pruebas heroicas de su determinación y orgullo. A pocos kilómetros de dónde se produjo la fechoría que estamos comentando, hace 215 años un alcalde de pueblo levantó a la ciudadanía ante un atropello foráneo. Ya sé que son episodios distintos, que el agravio no es el mismo, pero no me parece a mí que sea más atemorizador los miles de la estelada silbando como energúmenos, que las bien afiladas bayonetas del casi invencible ejercito napoleónico, y estos sí recibieron respuesta.
Sé que para muchos esto no tiene la menor importancia, lo sé, pero yo no estoy de acuerdo. No solo porque a muchos no nos gusta que nos insulten, sino porque los provocadores y reivindicativos perpetuos no solo no reciben castigo por sus ofensas, sino que acaban consiguiendo privilegios y prebendas que los demás ni huelen. Llevamos decenios viendo la misma historia: unos reciben la mayoría de las inversiones y privilegios, y otros ven su tierra despoblada, su historia abandonada, sus hijos emigrando ante la falta de horizontes y encima tienen que callar ante los insultos. Y esto no es algo de los últimos años, no; ya en el franquismo lo vivimos, e incluso antes ya estaba en marcha la misma política: desarrollar económicamente los territorios periféricos más reivindicativos a costa de abandonar otras zonas.
Y la historia sigue igual: en los próximos días se van a aprobar los presupuestos, y para ello este gobierno débil y acomplejado que calla ante las ofensas a nuestros símbolos está haciendo nuevas e inaceptables concesiones a nacionalistas periféricos, los cuales, merced a la aritmética de los escaños, a la falta de principios del gobierno y al juego sectario y cainita de la oposición, van a conseguir una rebaja en las condiciones financieras del cupo (otro privilegio fiscal que nos tenemos que tragar). Los queridos canarios, que pasaban por allí, también van a pillar cacho de este mercado persa que es nuestro parlamento (con todo el respeto para los auténticos mercados persas). Lo del presupuesto es solo un ejemplo más, también podríamos hablar de la decisión del gobierno de ubicar en Barcelona la Agencia Europea del Medicamento, en detrimento de otras ciudades que lo solicitan, como Málaga, la ‘’Y’’ ferroviaria vasca, la promesa de inversiones millonarias para el llamado corredor mediterráneo a su paso por Cataluña (no se sabe que existan otros corredores en España), la historia del Ave y la Rioja o lo del trasvase del Tajo. Sería muy larga la enumeración de dávidas económicas de los gobiernos centrales a cambios de pingues votos en las votaciones parlamentarias.
El martes día 30 de mayo está marcado en el calendario como el día que se conmemora en Sevilla la festividad de san Fernando. Aquel gran rey consiguió liberar del dominio musulmán a una gran parte del valle del Guadalquivir hace 800 años, incorporando a estos ricos territorios de nuevo a la religión cristiana y a la corona de Castilla. Por cierto, fue durante el reinado del citado Fernando III el santo cuando el histórico reino de León se fundió con el de Castilla iniciándose de hecho la configuración y personalidad de la nueva España. No puedo imaginarme yo que durante el reinado del citado rey, o en tiempos posteriores bajo el reinado se su descendiente Isabel la Católica, o incluso en tiempos del ya citado alcalde de Móstoles, se hubiera consentido en Madrid, o en Sevilla, o en cualquier otra ciudad española, unos hechos como los que han dado origen a este artículo.
No voy a acabar dedicando zafios insultos a los groseros ocupantes de las gradas del Calderón (aunque ganas no me faltan); más bien voy a tener la deferencia de dedicarles unos versos del gran Quevedo, insigne escritor en lengua castellana del siglo de oro (supongo que ellos no lo saben, por eso lo aclaro). Parece que el genial e iracundo madrileño escribió estos versos pensando en ellos.